El 19 y 20 de diciembre no son dos fechas más en la historia argentina reciente. Hace poco más de 20 años, un vendaval de violencia se llevaba puesto un gobierno. Diciembre siempre fue un mes complejo para este país bendito. Pero esta madrugada del 20 de diciembre también nos conmovimos. Pero por una razón completamente distinta.
La noche del 19 sólo puede empezar a explicarse en la tarde del 18: tras haber ganado un partido de infarto, la Selección Nacional era campeona del mundo. Esa misma tarde llegaba un mensaje de invitación: el avión que trae a los jugadores, al cuerpo técnico y la copa llega el lunes a la tarde.
Recibí ese mensaje en Bogotá, donde estuve los últimos cuatro días y donde vi la final. Rápidamente envié mis datos para acreditarme y una vez arribado al país, la espera se hizo larga. Un poco más larga después de saber que el avión venía atrasado y que no llegaría antes de las 2 de la mañana del martes.
Llegué al FBO de Ezeiza -el sector de operaciones VIP del Ministro Pistarini- a eso de las 21:15. Había gente desde mucho más temprano. No tuve muchos problemas para llegar pero eso cambiaría algunos minutos después y sería un absoluto caos. A eso de las 23:30, pudimos acceder al área donde se desarrollaría el evento.
El escenario vacío, la alfombra roja puesta y más tarde llegarían los micros que trasladarían al plantel al predio de Ezeiza. Valeria Lynch con su Me Das Cada Día Más sonaba justo después de Un’estate Italiana y de a poco el corazón se iba preparando.
Seguíamos el vuelo AR1915 y lo vimos sobrevolar Aeroparque, para después pasar por sobre el Obelisco y encarar finalmente para Ezeiza. Desde el momento que supimos que aterrizó hasta que le vimos la nariz al Airbus A330 pasó lo que pareció una eternidad. Pero a las 3:05 del 20 de diciembre, lo vimos aparecer por el frente del Hangar 5 de Aerolíneas Argentinas.
El avión se acercó despacio, como sabiendo que era el centro de atención, y se detuvo con elegancia en el lugar designado. Se acercó la escalera y un operario se convirtió en héroe subiendo para abrir la puerta.
Bajaron algunos colaboradores, se hizo una pausa y apareció él. Al lado de él. Lionel Messi y Lionel Scaloni se asomaron a la puerta. Messi con algo brillante en la mano. Ella. La copa del mundo.
La Mosca sonaba de fondo con el hit del Mundial, creo que la tocaron tres veces. Los jugadores fueron bajando detrás del capitán: Lautaro, Julián, Montiel, Paredes, el resto. Más atrás apareció Emiliano Martinez, cerró la fila Di María. Recorrieron la alfombra roja, subieron a los micros y empezaron el recorrido por tierra que los llevaría al complejo de AFA.
La desconcentración fue complicada pero acá estoy, en una estación de servicio un par de kilómetros antes de llegar a casa porque no me voy a poner a escribir y despertar a todos. Pero esto no puede esperar. El instante en el que la Copa que tanto esperamos estuvo a metros mío es irrepetible.
La misma copa que vi por tele apenas un día y medio antes entre lágrimas porque mi viejo se murió hace ocho años pero ayer lo extrañé como nunca, estaba ahí en las manos de quien más la mereció.
El micro se fue despacito, con los jugadores saltando. Nosotros nos quedamos un rato más, tratando de entender esos cinco minutos en los que los jugadores pasaron frente a nosotros.
Quisiera que esto dure para siempre, dicen Los Ratones Paranoicos. Normalmente diría que nada lo es. Pero si existen momentos atemporales, la tarde del 18 de diciembre y sus instantes consecuentes, como esta madrugada del 20, son lo más cercano a la eternidad que podemos conseguir.