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Teo

Siempre les dije que para mí, la interacción que logramos entre ustedes, los lectores, y yo a través del Blog tiene muchas similitudes con juntarnos en casa a comer un asado, o tomar un café. En esa idea, creo que es hora de contarles la historia de la foto que está en la entrada de casa, inmediatamente después de pasar la puerta. La historia de Teo.

Era un domingo frío de septiembre de 2012, cuando junto a mi mujer (en ese entonces, mi novia) íbamos cruzando un puente sobre las vías del tren Sarmiento, en Caballito. Había un grupo de gente amontonada mirando hacia el borde de una de las paredes que rodean las vías. Ahí, hecho una bolita asustada, había un perro.

Dimos la vuelta a la manzana, para encontrar un lugar por donde acceder a ese borde. Trepé un alambre, y de pronto estaba frente a él. Asustado, gruñía y ladraba si trataba de acercarme. Nos quedamos un buen rato tratando de ponernos de acuerdo, a 50 centímetros del límite de una pared que daba a un vacío de unos seis o siete metros. Finalmente, y con ayuda, logramos enlazarlo y sacarlo. Y ahí fue cuando alguien preguntó: «quién se lo lleva?»

Aún conociendo la pesadilla logística de un departamento de dos ambientes con dos gatos, supimos que no había dudas. Me prestaron una correa, y lo llevé a la que sería su casa. Recuerdo sentarnos en un momento, ponerle mi campera porque parecía que tenía frío, mirarlo y decirle «y ahora?». Sólo se dio vuelta, me miró y volvió a mirar hacia adelante. Y tenía razón: ahora quedaba ir para adelante.

Le improvisamos una cucha con una frazada y le servimos comida: sólo durmió, por horas. El veterinario explicó luego que más que hambre, lo primero que hace un perro rescatado es relajarse. Me partió el corazón pensar que el miedo le gana al hambre. La incertidumbre sea más poderosa que alimentarse. Pensé en las noches de lluvia, de frío, de angustia que debió haber pasado. Me lo imaginé solo, pero de la soledad más absoluta: la de no saber qué va a ser de vos mañana. La soledad de sentir que no le importás a nadie. Y le prometí una cosa: nunca más iba a estar solo.

Los gatos, rescatados ellos también, firmaron rápidamente un pacto: ignorémonos hasta que aprendamos a querernos. Aún así, se le sentaban en la cucha o lo miraban fijo sólo para demostrarle quién mandaba. Y él aceptaba. Durante un mes, pegamos carteles con su foto y nuestros datos. Queríamos creer que tenía una familia que lo estaba buscando. No la encontramos. Nos cruzamos, sí, con mucha gente que decía quererlo, pero cuando se enteraban que estaba castrado dejaban de llamar. No les servía. Uno quiere pensar que hay lugares reservados en el infierno para esa gente.

Durante ese primer mes, decidimos no ponerle nombre. Sería más fácil desapegarse si aparecía su familia. Entonces, era «el perro». Poco después, fue «el pé», y luego «pé». Hacia el final de nuestro plazo autoimpuesto, rogábamos que no apareciera nadie. Y un día, se llamó Teo.

Teo llegó a nuestras vidas a enseñarnos mil cosas. A mí, me hizo ver que hay belleza en lo simple. En lo puro. Verlo pasear con nosotros y darse vuelta cada tres metros para mirarnos. Como si necesitara saber que seguíamos con él, que no lo habíamos abandonado. Era intentar retarlo cuando atacaba el tacho de basura, imagino que como un resabio de su vida en la calle, y abrazarlo para recordarle que ya no le hacía falta. Era verle la cara llena de unos restos de pollo al horno que atacó sin miramientos, tanto que hubo que bañarlo porque dos días después seguía pegajoso, y se seguía relamiendo.

Cuando íbamos a comprar, salíamos con él. Uno de nosotros entraba al local, y el otro se quedaba con él en la puerta. Se desesperaba y empezaba a mirar hacia adentro, buscando al que faltaba. Complejo de petiso, como no podía ver bien se paraba en dos patas. Le decíamos que era una suricata. Poco después, lo hicimos verbo: Teo suricateaba buscándonos.

 

Amaba el pollo, los fideos, el brócoli. Nos llenaba de besos. De a poco fuimos sabiendo cosas de su vida anterior: tenía sillón. Cuando compramos uno, él fue el primero en saltar y sentarse. Tuvo auto: el día que llegamos con uno subió por el baúl porque no quería esperar a que abramos la puerta. Se acomodó atrás, parado mirando para donde miraba yo, que iba manejando. No le gustaban las motos. Gruñía despacito cuando veía una. Tenía su plaza, la que visitaba todos los días, enfrente de casa. Cruzando la calle había otra, que también adoraba. Ahí corríamos hasta cansarnos, veía a sus amigos, se cruzaba con los vecinos del barrio que lo querían enormemente. Disfrutó de esa plaza hasta que nos mudamos, y empezó a quedar lejos.

Una noche, un 11 de noviembre de 2014 volvíamos de su nueva plaza. Hacía menos de dos meses había muerto mi papá, y salir con él nos hacía bien. Esa vez estábamos los tres. En un momento, cruzando una calle, volvió sobre sus pasos cuando un taxi doblaba la esquina. Honestamente no sé si lo que siguió duró un segundo o cincuenta años. Corrimos al veterinario, nos quedamos a su lado. Le agarré la pata y le pedí que la pelee. Que estábamos ahí. Lo miré a los ojos todo lo que pude. Nos abrazamos con mi mujer, mitad sabiendo y mitad queriendo no saber. Gabriel, su vete, se dio vuelta y me hizo que no con la cabeza. No sé si durante un segundo o cincuenta años.

No tengo ningún reparo en decir que lloré más a mi perro que a mi viejo. Lo de mi papá fue un proceso, y me dio tiempo de entender y asumir lo que iba a pasar. Con Teo, siento que vino un huracán de espanto y me lo arrancó de las manos. Aún hoy siento que es injusto. Aún hoy sentimos su ausencia en cada rincón, en cada momento. Nuestros gatos también lidiaron como pudieron con su partida: Bea se enojó. Pol, nuestro gato huidizo y poco demostrativo, se echó en la falda de mi mujer por única vez. No lo hizo nunca antes, no lo volvió a hacer. Sentimos que un pedacito del corazón del pé se lo quedó Pol. Vengan de a uno a decirme que no es así.

Pero también es cierto que hay algo que Teo me enseñó, que me ayuda a lidiar con el vacío. El me enseñó a ser agradecido. Y agradezco cada segundo de cada minuto de cada día que estuvo con nosotros. Durante dos años, dos meses y dos días, nos mostró que el amor realmente no tiene condicionamientos. Nos unió con su vida, y nos unió más cuando se fue. Nos hizo mejores personas. Me hizo mejor persona. Me hizo entender que un día, podés no estar, o quien vos amás puede no estar. Entonces, lo mejor que podés hacer es ser feliz todos los días, por si ése es tu último rato en este plano. Hacé lo que te gusta. Viajá. Amá. Hacete un blog.

Todos los 11, el recuerdo de ese 11 viene a atormentarnos. Pero lo peleamos rápido con el recuerdo vívido de sus días felices, que fueron nuestros días felices. Y no nos queda otra que agradecer, decirle que lo seguimos amando y que todos los días seguimos tratando de ser las mejores personas que podamos, porque sabemos que está en la puerta del cielo esperándonos. Como siempre, y por su eterno complejo de petiso, suricateando.

 

Pablo Díaz (diazpez)
Pablo Díaz (diazpez)
Director Editorial de Aviacionline. Ante todo, data-driven.

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19 COMENTARIOS

  1. Termino un domingo llorando, no se si esta bien o no, pero los animales son mi mayor debilidad Mr.DiazPez, agradezco el animarse a compartir una historia asi. No todo sn aviones y lowco en la vida.

  2. Totalmente conmovedor. Movilizante fue vuestra acción al rescatarlo de la zona de vías. Terrible su triste final. Abrazo.-

  3. Ahora esta lloviendo y yo estoy llorando leyendo tus palabras junto a Emma, mi labradora, que me lame la cara (siempre lo hace cuando lloro). Hermosa historia la de Teo y hermosos ustedes por brindarle no un techo sino un hogar.

  4. me encantó y conmovió…
    a veces los perros van sobre sus pasos.. retroceden distraídos , y suceden fatalidades … los acompaño en el sentimiento ! !
    cuidemos mucho a nuestros animalitos, que como decía San Francisco de Asís, son nuestros hermanos menores…
    que estén castrados para evitar que haya perros/gatos abandonados, con atención del veterinario,
    Es fundamental llevarlos siempre con correa para minimizar los peligros de la calle…
    Y sobre todo darles mucho amor y cariño porque ellos nos brindan esto de manera incondicional … te mando saludos y que
    un nuevo perrito pueda llenar una parte del hueco que les quedó en el corazón- fuerza y adelante!!

  5. Cada palabra me hizo acordar a todos los animales que tuve y se fueron. Cómo cada uno me cambió un poco la vida y la manera de prestarle atención a las cosas importantes de la vida, QUE NO SON COSAS. Saludos. Excelente el blog.

  6. Es la tercera vez que leo este relato. Y lloro como cada una de ellas.
    Cuando uno ama a los animales entiende cada palabra que escribis.
    Mi caniche es tan parecido a Teo que no pude evitar estrujarlo contra mi despues de leer. Un gran abrazo.
    Te felicito x como escribis absolutamente todo en tu blog.

    • Un beso grande a tu caniche. En cada uno que veo lo veo a Teo, así que abrazalo fuerte por mí.
      Gracias por leer.

  7. Una historia especial, como Teo y como el
    Mio que es muy parecido y también un poco callejero.
    Entiendo que te cambio la vida porque hizo lo mismo con nosotros. Nos enseñó, nos sigue enseñando cada día, este joven independiente que sigue mirando para atrás cada 3 o 4 pasos para asegurarse que nosotros no lo vamos a abandonar como lo abandonaron antes.
    Gracias por compartirla.

  8. Lei tu historia. Muy conmovedor. Lamento la muerte de Teo. Me has hecho llorar y pensar en lo que me sucedería si nos faltara Pinky, mi negrita adoptada. La ví en tu relato. Ella camina mirando de vez en cuando para atrás y junto a mi esposa, ya somos una familia feliz. Abrazo

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